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Gabriela Mistral: una poetisa volcada en la educación

MARIA TERESA FERNANDEZ GALLEGO

Publicado el 07/04/2017 10:04

Gabriela Mistral el seudónimo Lucia Godoy Alcayaga, una grandiosa poetisa y educadora chilena que nació en Chile 1889 y murió en Nueva York en 1957. Como poetisa siguió la corriente de las vanguardias europea, pero pronto optó por una poseía  más humana y sencilla.

Su padre era un maestro de escuela lo que pudo influir en su decisión de dedicarse a la enseñanza. Trabajó en Chile como profesora  de secundaria, como era una mujer fuerte no le dio miedo ocupar puestos de dirección, por lo que fue directora de una escuela. Estaba prometida con Romelio Ureta quien se suicidó, este hecho provocó que escribiera "Los Sonetos de la Muerte", dándose así a conocer como poetisa. Siempre estuvo muy comprometida con la educación por ello viajó a México para participar en la reforma de educación que había iniciado José Vasconcelos.

Fue nombrada secretaría del Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones. En 1945 recibió el Premio Nobel de Literatura  y en 1951 el Premio Nacional de Literatura de Chile.

Tiene un amplio repertorio de poemas, una de sus obras más importantes es Tala (1938), pero en honor a su vida vinculada a la educación vamos a rescatar un poema que escribió dedicado a las maestras rurales.

La maestra rural

La Maestra era pura. «Los suaves hortelanos», decía,
«de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz».

La Maestra era pobre. Su reino no es humano.
(Así en el doloroso sembrador de Israel.)
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!

La Maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad.
Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
tal sonrisa, la insigne flor de su santidad.

¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,
largamente abrevaba sus tigres el dolor!
Los hierros que le abrieron el pecho generoso
¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!

¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía
el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
pasaste sin besar su corazón en flor!

Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste
su nombre a un comentario brutal o baladí?
Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!

Pasó por él su fina, su delicada esteva,
abriendo surcos donde alojar perfección.
La albada de virtudes de que lento se nieva
es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?

Daba sombra por una selva su encina hendida
el día en que la muerte la convidó a partir.
Pensando en que su madre la esperaba dormida,
a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.

Y en su Dios se ha dormido, como un cojín de luna;
almohada de sus sienes, una constelación;
canta el Padre para ella sus canciones de cuna
¡y la paz llueve largo sobre su corazón!

Como un henchido vaso, traía el alma hecha 
para volcar aljófares sobre la humanidad; 
y era su vida humana la dilatada brecha 
que suele abrirse el Padre para echar claridad.

Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta 
púrpura de rosales de violento llamear. 
¡Y el cuidador de tumbas, como aroma, me cuenta, las 
plantas del que huella sus huesos, al pasar!

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