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Primeros auxilios para un profesor achicharrado

María Posadillo Marín

Publicado el 02/04/2021 16:04

Introducción. Buscando un poco de luz

 

Al comienzo del curso escolar, el claustro ha decidido invertir sus recursos en una serie de mejoras para los alumnos. Se han dado cuenta de que la clase de 4º B necesita mucha luz, y por eso han mandado colocar la mejor bombilla del mercado. Es vintage y con un diseño interesante, por eso la han puesto en el centro del aula. Nada más encenderla, ha iluminado con su potencia cada rincón, y ahora todos pueden leer la pizarra sin problemas.

Pero, a medida que pasan los meses y la novedad, una fina capa de suciedad se ha instalado sobre ella. Los profesores pasan cerca, sin percibir que el polvo ha empezado a anular su brillo, algunos padres han protestado porque consideran que funciona con un sistema anticuado, y los niños más rebeldes han hecho volar algún objeto que ha impactado directamente sobre el vidrio y ha provocado una peligrosa fisura en su superficie. Al final, de tanto jugar a encender y apagar el interruptor, han terminado fundiéndola. Ahora por dentro presenta un aspecto ahumado como tiznada de carbón, por lo que al centro no le ha quedado más remedio que cambiarla. La bombilla se llama Carmen y llevaba dando luz más de cuatro lustros.

 

Myriam Fotos

 

En los últimos años, la mayoría de las investigaciones en el plano educativo se centran en mejorar la calidad de los procesos de aprendizaje del alumnado. Pero este viaje de aprender comienza cruzando un umbral, y la puerta de acceso a este maravilloso ingenio, que es la educación, debe estar expedita, ser atractiva y crear muchas expectativas antes de entrar. Nos hemos olvidado de que los profesores son nuestro Faro de Alejandría, y que es hacia ellos adonde debemos volver también la mirada. Porque si ese punto de referencia está fundido, nuestro sistema educativo está condenado a naufragar.

Entonces, si la inquietud por descubrir del alumnado comienza con la motivación del maestro, ¿por qué no mantenerla viva cuando esta decae?

D.H. Lawrence escribió: «Lo que los ojos no ven y la mente no conoce, no existe».  El síndrome de burnout es una realidad invisible que quema todos los puentes alumno-profesor, y hay que estar preparados para apagar todos los fuegos antes de que eso suceda.

 

Las causas. Un conato de incendio

 

El síndrome de burnout o del «profesor quemado o fundido» se produce por un agotamiento emocional, y es considerado por la OMS como un riesgo laboral. Afecta tanto a la salud física como a la mental, y es una respuesta a una situación de estrés crónico que el ambiente de trabajo sostiene. En los tiempos en que vivimos, esta sensación de que la situación nos supera y de que no la podemos controlar puede llegar a impedir que realicemos nuestro trabajo como realmente nos gustaría.

Las metodologías para enseñar van cambiando, cada vez exigen más entrega, más formación pedagógica, más ¿vocación? Tal vez ahí está la clave de todo. La vocación es el pilar fundamental que sostiene ese vínculo necesario entre el docente y el alumno, es el motor que se alimenta de todo lo que se construye dentro del aula. Pero, para erigir un proyecto que valga la pena, hay que tener las piezas bien engrasadas, y hay demasiados obstáculos frenando la locomotora.

En la mayoría de las ocasiones, cuando se ha intentado actuar sobre el foco del problema, todas las acciones se han dirigido hacia las propias características del docente: su personalidad, su experiencia, capacitación, condiciones físicas... Algo que como seres individuales deben resolver ellos mismos con los recursos que las instituciones ofrecen. Es cierto que una de las causas que provocan el desencanto laboral de este sector aparece cuando se idealiza el trabajo. El choque entre lo que se espera del ejercicio profesional y la realidad es tal, que uno siente que ya no puede dar más de sí. Y esa visión suele estar en los ojos y en las emociones del que enseña, como algo inherente a su perfil. Sin embargo, encontramos otros factores externos que contribuyen a incrementar esa situación de estrés.

A veces basta con mirar alrededor y ver las condiciones físicas en las que desarrollan las tareas: el excesivo ruido, el calor, el frío; además de la organización del trabajo en el centro escolar: los turnos, jornadas o tipo de contrato, la excesiva carga laboral, o incluso un trabajo demasiado monótono. Pero, curiosamente, es en el contexto de las relaciones personales con los alumnos, los padres, los superiores y los compañeros, donde el docente se siente más expuesto.

Llegados a este punto, la bombilla ya se ha recalentado y empieza a echar humo. Toca, pues, estar atentos a las señales.

 

Foto: Gerd Altman

 

 

Las señales

 

Todas las metodologías de aprendizaje buscan encontrar una conexión entre el estudiante y el profesor que garanticen un flujo de experiencias que se mantenga en el tiempo. La mayoría de las veces, la actitud del alumno no favorece ese camino bidireccional y necesita que su interlocutor actúe como un espejo en el que pueda verse reflejado. El lenguaje corporal y la comunicación no verbal cuentan quiénes somos y cómo nos sentimos, y dicen mucho más que las palabras. «Lo que es el maestro, es más importante que lo que enseña» (Karl A. Menninger).

Para que los mensajes sean eficaces y enciendan esa chispa en el aula, el emisor debe estar en disposición de hacerlo. Pero los niños no tienen la capacidad de identificar vulnerabilidades, somos los adultos como sociedad, a través de las instituciones, los que tenemos la obligación moral de estar atentos a las señales.

Aprender a identificar los síntomas del síndrome de burnout requiere de la escucha interior de quien la sufre y de una observación activa de la comunidad educativa. Llevamos años trabajando con los niños en el control del acoso escolar, empleando herramientas que nos ayudan a detectar las emociones y las relaciones del grupo, fomentando la creatividad y la asertividad, y de nuevo hemos bajado la guardia en la vigilancia de nuestros recursos humanos.

Carmen, nuestra brillante bombilla, la que iluminaba a toda una clase al principio de esta historia, despertó un día en casa después de una noche de insomnio y no dejaba de repetirse: «Hoy no quiero ir al cole». Pero nadie se dio cuenta de que algo iba mal. Todos somos vulnerables, aunque ya no seamos niños.

Te levantas por las mañanas con dolor de cabeza y fatiga, taquicardia y problemas gastrointestinales. Te invade una sensación de fracaso e inmenso vacío. Te cuesta concentrarte y el nerviosismo hace que estés especialmente susceptible y agresivo en clase, con los compañeros, en casa... Cada vez rindes menos, y empiezas a faltar al trabajo.

Es justo ahora cuando necesitamos que el entorno vuelva la mirada hacia el docente, crear las herramientas para frenar la evolución de un problema que está latente en nuestros colegios. Porque un trastorno es leve hasta que deja de

 

serlo. Sujetar con fuerza la caída de otro ser humano, para que sepa que no van a ser necesarios los medicamentos, ni el alcohol, y que no va a estar solo cuando sienta que la vida no tiene sentido. En eso consiste la empatía y de eso, cuando enseñamos a nuestros estudiantes, sabemos mucho. Busquemos, pues, los medios.

Foto: Leeanne Burnworth

 

Las herramientas. Cómo hacer un cortafuegos

 

La Inspección de Trabajo y Seguridad Social ya establece entre sus funciones el control y vigilancia del cumplimiento de las normas legales vigentes sobre riesgos psicosociales, directamente asociadas a la aplicación de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales. En la mayoría de las ocasiones estos estudios son consecuencia de una alarma que se ha activado en la escuela, no siempre asociada a la carga mental, pero cuyos resultados ponen en evidencia otros ítems organizativos que afectan al docente.

Pero, más allá de los requerimientos legales que pueden revelar un problema de síndrome de burnout, es imprescindible la intención real y patente

del centro escolar, ya sea público, concertado o privado, de actuar sobre esta circunstancia, y que este informe no termine guardado en el tercer cajón de cualquier despacho cuando los resultados no sean especialmente desfavorables. Porque, si un solo profesor cae por un riesgo evitable, todo el sistema ha fallado. No es una cuestión meramente documental la que estamos tratando. Este tipo de estudio es solo una herramienta más.

El camino que hemos iniciado desde el comienzo de estas líneas lleva a proponer una serie de medidas más prácticas, más certeras, donde el factor humano adquiera toda la importancia. Se trata de crear un observatorio en cada colegio que tenga como meta cuidar a sus maestros y propiciar cambios de actitudes y conductas a través del entrenamiento en habilidades sociales, gestión del tiempo y comunicación. No consiste en atiborrar de cursos a la plantilla, que ya anda desbordada, sino en ofrecer una formación adecuada para trabajar metas específicas, y que la experiencia de unos ayude a lograr el objetivo personal de otros (coaching). Pero, sobre todo, se deben implantar unas medidas que fomenten cambios organizativos cuando estos sean necesarios.

Los educadores deben percibir que no están solos. En esta ruta es posible mejorar el clima laboral, fomentando el trabajo en equipo y disponiendo de espacios que sirvan como lugar de encuentro para compartir vivencias y dificultades de una manera natural. También es esencial introducir mecanismos que favorezcan la autonomía y el control sobre el trabajo, a través de una comunicación abierta entre superiores y docentes.      

 

Foto: Geralt

 

Si conseguimos cumplir este objetivo, estaremos haciendo que toda la empatía, la motivación y los valores que el sistema educativo entrega a los docentes, reviertan de forma natural sobre sus alumnos. Porque, en esta sociedad compleja y a veces hostil, aún es posible cambiar el mundo desde las aulas. Tenemos un montón de potentes bombillas dispuestas a dar mucha luz.

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